Consciente que esos 4,467 metros tienen su exigencia física y psicológica, después de hora y media de camino el tiempo se cerró y la lluvia nos sorprendió a escasos 20 minutos de llegar a los arenales, por lo que nos dispusimos a instalar la tienda de campaña, una vez adentro, con ropa seca para evitar la hipotermia y después de haber comido, nos dispusimos a dormir, ya avanzada la noche los sollozos de mi hijo me despertaron, al preguntarle que sucedía me comentó asustado que sentía que su pecho iba a estallar, algo que yo conozco bien, ya que el organismo al iniciar su adaptación a la altura bombea más sangre al cerebro para contrarestar la falta de óxigeno (hipoxia); sabiendo que hacer, desarmamos el campamento y con un poco de dificultad por el terreno mojado bajamos hasta una altura en donde Luis, mi hijo, se sintió mejor. Ahí aproximadamente a las 4:30 a.m., volvimos a armar el campamento, para descansar y en la mañana tratar de hacer cumbre.
Como siempre esta salida me deja algo bueno, primero, la importancia de saber acerca de los males producidos por la altura y segundo, las acciones a tomar para contrarrestarlos, como dice mi antiguo instructor de alta montaña, el profesor Sergio Ortega, lo mejor es bajar ya que las montañas no se mueven o desaparecen. Así mismo lo necesario de transmitir este tipo de conocimientos a nuestros hijos, familiares y amigos que se interesan por este tipo de actividades.
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